19/4/07

Por la parte izquierda del Treptowerpark

En las inmediaciones de Ostkreuz se pueden encontrar ramificaciones de algunos lagos que rodean la ciudad. Berlín cuenta con dos ríos, el Spree y el Havel, que la atraviesan por el norte y el centro, formando una red de canales entre sí y con los lagos, gracias a la cual uno podría casi navegar hasta el Mar del Norte y el Báltico. Por eso, en cuanto llega el buen tiempo, se respira un aire marítimo, con veleros, yates pequeños y barcas, y sale fuera el marinero que los berlineses llevan escondido durante el invierno. En algunos lagos se organizan regatas e, incluso, hay playas, al estilo del lido italiano, donde tumbarse al sol, tomar algo de beber o alquilarse una peculiar Strandkorb, es decir, una cesta de playa. Ésta, en realidad, es una especie de almeja de mimbre que, abierta, sirve de tumbona para dos, con la concha superior a modo de parasol, lo bastante cerrada e íntima como para juguetear un poco dentro. La idea y el diseño vienen de las playas del Báltico y son muy típicas de sus localidades balnearias, antiguos centros de recreo y cura de la aristocracia prusiana.

Si se va hacia el sureste, aquellos más curiosos encontrarán el barrio de Treptow nada más cruzar el río. Éste se ensancha y, dejando atrás los puentes de coches y trenes, las antiguas fábricas textiles y el Osthaven (uno de los puertos de la ciudad), las riberas aparecen de nuevo verdes, con árboles centenarios, praderas mullidas y un paseo que recorre toda la orilla, donde de vez en cuando, hay embarcaderos para tomar alguno de los mini cruceros que llevan de excursión por los alrededores. Se trata del Treptowerpark (cuya superficie total es de casi 89 hectáreas) y es uno de los parques más visitados, pues en uno de sus límites se organiza cada domingo un rastro, mezclando a los vendedores de objetos de segunda mano y a los regentes de anticuarios con puestos de salchichas, comida turca, algún diseñador joven de ropa, chatarreros y fanáticos, en general, de la ganga y lo retro. Ir a estos mercadillos es una costumbre más, aunque no se compre nada, lo mismo que, después, el paseo por el parque. A lo largo de los varios kilómetros de caminos, se encuentran muchas terrazas donde tomar una buena cerveza al aire libre, acompañada de algo para picar, que normalmente serán salchichas de Turingia, patatas fritas o la estrella de Berlín: la currywurst. Muestra excelente de la simbiosis cultural de la ciudad, como dice su nombre, es una salchicha con ketchup y aderezada con curry, un salpicón de sabores exóticos servido con el acento más cerrado berlinés. Sólo esta trabazón de diferentes culturas culinarias, mucho más que su escaso acierto para el paladar, podría explicar que los berlineses se sientan orgullos de este plato. Aunque con cierta ironía. En estos Biergarten, llamados “vergeles de la cerveza” por Jules Laforgue, hay bancos corridos y mesas alargadas, de tal manera que, al sentarse, uno bebe y come, codo con codo, junto a desconocidos, sin que ello signifique que el vecino vaya a molestarnos o a meterse en la conversación, sino, más bien, todo lo contrario. Las jarras (normalmente de medio litro) van de un lado a otro y, al atardecer, con el sol rojizo espejeando en el agua, la tranquilidad espesa del parque y la afabilidad del ambiente, la escena se convierte en una celebración mitológica sacada de un cuadro barroco. El Zenner, por ejemplo, es uno de los más grandes y antiguos vergeles de este tipo.

También, en esta zona del parque, se encuentra la Insel der Jugend, o isla de los jóvenes, comunicada a través del primer puente de acero construido en Alemania (hacia principios del siglo XX). En verano, principalmente, hay todo tipo de conciertos y festivales, a los que se entra gratis, normalmente, así como un cine al aire libre y uno de los típicos bares de playa de la ciudad, con tumbonas, hamacas, juguetes para niños y ambiente muy relajado.


2/4/07

La prevalencia de la estética

La prevalencia del tema sobre cualquier otro aspecto de la obra de arte. Repetía una y otra vez esta frase en su cabeza, mientras con la mano escribía que repetía una y otra la frase, casi inconscientemente, un poco antes. Pero no le encontraba ningún sentido. Sonaban vacías, las palabras, como una pieza de chatarra que, sin embargo, ha sido montada de nuevo, pulida con la apariencia y la intención ignota de ser algo con sentido, pero que, en realidad, es todo lo contrario: el absurdo de los peces voladores. Por eso el vacío, pero vacío con sonido. Quizás, fuera éste el problema, que a pesar de todo sonaban las palabras y, por ello, no podía quitárselas de la cabeza. Las frases así surgidas tenían un ritmo cuya cadencia se alzaba pesadamente, como una ola va creciendo en la lejanía, se acerca y empuja todo su peso para desplomarse sobre sí misma, y su sonoridad salpicaba de ecos la rompiente de la sílaba, que se percibía incompleta, detenida, como fotografiada en el momento justo de empezar a decrecer y extenderse por la playa, inundando cada poro de la arena.
Esa especie de tropiezo del sentido en el arrastre del ritmo era lo que lo tenía secuestrado de sí mismo, girando sin rumbo por lo que había escrito, por lo que estaba a punto de escribir y nunca llegaría a hacerlo, porque ese punto estaba siempre desplazado, en escapada continua por la inminencia que denota.
En esa tierra de nadie se encontraba cuando agarró el bolígrafo y comenzó a garabatear sobre la hoja como si nadie, en realidad, no fuera alguien, esa persona ausente y vigilante de las tierras fronterizas que no pertenecen ni a los unos ni a los otros, pero que a ambos están ligadas por su no estar. La única manera de escapar de ahí y volver hacia sí mismo eran esos garabatos que se iban agolpando en letras y sonidos que rasgaban la neutralidad de la hoja en blanco, abriendo paso por aquel estar a punto. Intentar llegar, tirado por esa vaciedad sonora. Pero no llegaba. Cada vez se encontraba más lejos de ver un sentido a todo aquello y todo le bailaba. Terminó escribiendo. La prevalencia de la estética sobre cualquier aspecto temático de la obra de arte.