23/9/08

De la Rigaerstrasse a la Lübbener Strasse


Empezamos por la Rigaerstrasse. Ubicada en uno de los barrios del antiguo Este, Friedrichshain, y cerca de una parada del S-Bahn, o tren de cercanías, es uno de los emblemas del barrio y uno de los pocos lugares donde aún se conserva algo de lo que fue el movimiento okupa en esta ciudad. Casas como la 84, ya no están ocupadas pero fueron cedidas por un módico precio y sus habitantes siguen funcionando de manera comunal, en lo que se conoce como Wohnproject o casa-proyecto, es decir, un edificio compartido cuyos habitantes deben tener los mismos objetivos políticos, sociales, culturales o artísticos. En sus cinco plantas y patio programan actividades como, cine, comedor popular, conciertos, charlas, etc. y en las noches más animadas abren “el agujero”, un sótano en el que se dan conciertos y al que se accede por un hueco en la acera del edificio. Otros locales como el Fischladen resisten también al proceso de aburguesamiento que está viviendo toda la zona desde hace algunos años. Los domingos suelen proyectarse buenas películas gratis.
Así, la asociación “Berlín oriental: comunista” y “Berlín occidental: capitalista” es lo primero que debe recordarse cuando se quieren pasar unos días aquí, pues toda la ciudad está distribuida, incluso hoy en día, de esta manera. Cosa extraña de los habitantes de por aquí es que todo el mundo sabe, realmente, dónde están los cuatro puntos cardinales, por lo que no es raro oír, en las indicaciones que nos dan cuando preguntamos por una calle, cosas como "hacia el este" o "no, eso está al norte de". Por eso, para notar las primeras diferencias entre una zona y otra, desde la Rigaerstr. debemos pedalear en dirección suroeste, hacia el Oberbaumbrücke.
Este puente, que salva el río y las antiguas instalaciones del muro que dividía la ciudad, va a dar justo al otro lado con el barrio de Kreuzberg, conocido también como Barrio turco, que pertenece ya a la parte occidental.
Antigua frontera entre los sectores ruso y estadounidense, está construido en ladrillo con dos torres y tres ojos, y es uno de los pocos restos de arquitectura modernista que quedan, a pesar de haber sufrido tantos daños: bombas en la II Guerra Mundial, torretas de vigilancia durante la división y tráfico, hoy en día. Forma parte del escudo del barrio, siendo el único puente de conexión entre estas dos zonas que constituyen un mismo distrito. A finales de los noventa fue restaurado por el arquitecto español Calatrava dándole de nuevo el aire de iglesia ortodoxa rusa y cuento de hadas de la tundra que siempre tuvo. En él, para celebrar la reunificación de los dos barrios, cada Junio o Septiembre (depende de cómo les vaya a los organizadores), se lleva a cabo la Wasserschlacht: una guerra entre vecinos de ambos lados del puente, en la que se tiran agua, tomates, huevos y cualquier cosa podrida que pueda hacer ¡Chof! en tu cuerpo. Además, se hacen en él otro tipo de eventos, como mercadillos, fiestas populares con orquestas, bailes y salchichas, o mítines políticos. Pero también, simplemente se pasa: andando, en metro elevado, en bici, en coche o en barco; y desde él se tiene una de las vistas más bonitas de la ciudad, con el río, los árboles, las ruinas del muro, los edificios modernos y antiguos del centro y una escultura de 20 ó 30 metros de altura que se llama "El hombre molecular": tres tipos planos, hechos en metal agujereado, que se dan un abrazo y se yerguen en mitad del río, para representar la fraternidad entre estos dos barrios y un tercero, el de Treptow, que también quedó dividido por el muro. Por eso, no es raro ver a decenas de personas tomando una cerveza, apoyadas en la barandilla, viendo la puesta de sol.
Pues bien, el paseante que llegue hasta aquí descubrirá lo que significa realmente esta transformación entre Oriente y Occidente, entre Friedrichshain y Kreuzberg. Tránsito en el que no sólo cambian los edificios, sino también la gente. Sólo apunto el ejemplo más claro: en las zonas occidentales, se recibieron inmigrantes turcos, principalmente, así como de otros países capitalistas; en la parte oriental, la gran mayoría de los extranjeros que llevan viviendo más de veinte años son eslavos y chinos o vietnamitas. Tanto los unos como los otros tienen la gran parte de las fruterías de Berlín, así, que cuando uno vaya a comprar una manzana, tendrá que vérselas con acentos, pronunciaciones y modos de relación cliente-vendedor muy diferentes.
De este modo, al cruzar el puente hacia Kreuzberg, esta diferencia será algo llamativo desde los primeros momentos. Ya uno lo percibe al ver la cantidad de antenas parabólicas que hay en esta parte o en la proliferación de restaurantes indios y turcos.
Si uno quiere detenerse por aquí, siempre y cuando sea lo suficientemente tarde, podrá hacerlo en uno de los bares más divertidos de la zona: el karaoke de la Lübbener Strasse: un tugurio subterráneo situado en una calle de aspecto burgués decimonónico (fachadas con frisos y columnas, árboles viejos, adoquinado, luz tenue, silencio), local que debió ser, hace años, un burdel. Para entrar se llama al timbre y cuando la puerta se abre automáticamente, se bajan las escaleras de caracol. Durante la bajada, uno ya va percibiendo la pesadez del aire, el calor y la música, hasta que al llegar a la primera de las varias habitaciones que hay, donde están la barra y la mesa de billar, uno se da cuenta de que por encima del God save the Queen se oyen voces acolchadas que gritan otras letras: son fans desesperados que cantan en sus cabinas privadas. Luz anaranjada, mezcla de gentes: un camarero con acento australiano, algún turcoalemán, españoles, alemanes; ambiente cargado, olor a sudor y un frigorífico de donde uno mismo se sirve las cervezas, mientras espera a que le asignen sala. El viajero puede encontrar entre la lista de canciones grandes éxitos de Miguel Bosé, Michael Jackson, Sly & The Family Stone, Bisbal, Dirty Dancing, KrisKros, Depeche Mode, Nirvana y muchos más. El local cuenta con dos carpetas enormes donde está todo el repertorio que luego se puede poner en el DVD de la cabina. Además, la música, a diferencia de en otros karaokes, está muy bien imitada. Sin embargo, lo mejor de todo no es eso, sino el ambiente que uno puede ver en las cabinas, donde el dicho de ser estrella por un día se cumple. No importa no poder seguir la letra en la pantalla de la tele, no importa no tener ni idea de inglés; lo que importa es coger el micro y sentir el groove.

7/9/08

Más allá de Ostkreuz


Si el paseante, por casualidad, decide adentrarse por lugares no mencionados en las guías, uno de los más interesantes es el Cruce del Este, un lugar de paso de trenes, vías muertas, descampados donde se mantienen a duras penas antiguos depósitos de agua, casetas de guardagujas y naves industriales del XIX, en ruínas. La propia estación de S-Bahn (tren de cercanías) da una idea del complejo proceso de reinvención en el que está metida la ciudad: mezcla de mobiliario de casi todas las épocas desde que se inauguró a finales del 1800, los más modernos trenes circulando día y noche, restos de metralla de la II Guerra Mundial, vegetación salvaje y unos dos millones de pasajeros al día.
La zona de Ostkreuz en Friedrichshain (nombre en alemán), colindante con el río Spree y los barrios de Lichtemberg y Treptow, es uno de los últimos lugares de Berlín donde sobrevive el espíritu de sociedad nueva que surgió al caer el muro, basado en la libertad, la creatividad, la confraternidad y la gratuidad. Gracias al „vacío de poder“ generado durante los siguientes años y a la gran cantidad de espacios abandonados en el Este (por la pérdida de población en la RDA antes y después de la reunificación), toda la parte oriental se convirtió en destino preferido de artistas de toda clase y del movimiento „okupa“ internacional. Éste ha ido desapareciendo, pero una parte de su modo de trabajo autogestionado permanece todavía, al margen del control institucional. Unos y otros, artistas y okupas, mezclados o siendo lo mismo, han sido condición básica para la explosión cultural producida a finales de los noventa y que, hoy en día, ha llevado a que Berlín sea considerada de facto la capital cultural europea.
Al otro lado de la estación, por ejemplo, si se va en dirección sureste, a orillas del río y muy cerca de uno de los puertos, se sitúa la Alte Weberei, un edificio de ladrillos, en estilo industrial del s. XIX, que fue una fábrica de textiles hasta la guerra, cuando fue parcialmente destruida. Después, durante la división, el muro recorría esta zona, y tuvo diferentes usos hasta que en el año 1990 fue definitivamente abondonada. Cinco años después, una asociación llamada Unkul (algo así como „lo-no-guay“) la ocupó para desarrollar sus proyectos culturales .

Su estado, hoy en día, a pesar de estar protegida, es decadente: mezcla de ruína y exuberante vegetación. Al entrar por el jardín, antiguo paso de camiones, un domingo de Primavera o Verano, uno ya puede oir la música de alguno de los grupos o pinchas que suelen actuar: jazz, funk, electrónica... La sensación es de extrañeza y sorpresa, se percibe enseguida el ambiente relajado y placentero, cruce de sonrisillas. El mundo gira al ritmo de la música, bajo el sol. Las fiestas suelen comenzar en torno al mediodía y duran hasta la noche o hasta que llega la policía. Sin embargo, muy al contrario de lo que se pensaría, normalmente se negocia la hora de cierre con los organizadores, bajo promesa de no armar demasiado escándalo.
En la parte trasera está el resto del patio, que da al río, con árboles centenarios, abundante hierba, bancos, tumbonas, mesas, un par de barbacoas, un quiosco de salchichas y hasta una mesa de ping pong. En esta parte del edificio se abre una de las naves de la fábrica, donde hay un bar, sillones y, al lado, un pequeño escenario. Aquí se puede disfrutar, no sólo de la música, sino también de actuaciones de teatro, espectáculos infantiles y lecturas literarias. Algunos de los grupos de escritores pop de la ciudad se reúnen aquí para presentar sus últimos textos, al atardecer. En el interior, entrando por un costado, se accede a las salas de exposiciones y a los talleres de artistas, en los que se pueden ver instalaciones de video, fotografías y pintura.
Si el paseante tiene la suerte de llegar hasta aquí y de ser atrapado por la larga caída del sol y su luz anaranjada de primeros de Julio puede que, entonces, en ese instante, se enamore de Berlín y se entregue decidido a su canto de sirenas. Una vez perdido entre esos acentos extraños, tal vez, comprenda que lo importante del paseo no es su duración o el número de lugares visitados, sino la capacidad de entrega al lugar que tenga uno y la intensidad con la que se deje llevar. Sólo así puede que aprenda algo.