13/11/07

El paseante


El influjo que ejerce el paseo no es tanto el encanto de recorrer la ciudad y la variedad de cosas que podemos hacer en ella. Esto son detalles casi ajenos a tal efecto que, además, pueden encontrarse en otros lugares y que tal vez no aprovechemos. Al fin y al cabo, lo que fascina de un paseo no es lo visto, sino aquello que miramos. Su influjo es, más bien, un tipo de fuerza gravitatoria que lo lanza a uno continuamente fuera de sí, lo aleja de caminos por donde acostumbraba a pasear y lo pierde por parajes desconocidos para, después, reportarlo a las soledades más profundas, donde hacemos cuenta de aquellas arrugas, cambios de color de piel, gestos, palabras, objetos preciosos que hemos ido recolectando a lo largo del paseo. Una vez dentro de este flujo, uno se siente arrastrado, sobrepasado por la fuerza de la corriente, y solo puede salir si se deja llevar, no a contracorriente. Por eso, nunca volvemos al mismo punto, no nos retraemos por los mismos caminos, pues no es únicamente que éstos cambien cada vez sino que nosotros también lo hacemos. Así que, en realidad, el hallazgo no es aquello que acumulamos, como heridas que van curtiendo nuestra piel sino la propia transformación, el vaivén que parece desprenderse de todo roce. Un círculo de personas te empuja a otro círculo y, al mismo tiempo, te abraza en su seno, igual que un barrio te acoge, te retiene y te impulsa hacia otro barrio. El hilo de Teseo que nos guía es precisamente tales roces que, como rémoras siguiendo nuestra estela, saltan una y otra vez desde el pasado y nos indican un sentido. La variedad de movimientos que se puede experimentar en Berlín favorece la consciencia de ese hallazgo, pero no lo garantiza. Al final esto puede resumirse en la frase de El Proceso: “te toma cuando llegas y te suelta cuando te vas”. La historia de cada uno, incluida la de la ciudad, es demasiado reciente como para ser recordada, inmersa en el atropello incesante de la actualidad, por eso se teje continuamente una red densa y tupida de recordatorios materiales, de apelaciones a la reflexión. Uno es los comentarios, las notas, los despuntes de una frase dicha a medias y sus ecos, lo que de ello pueda recordar y haya olvidado. Se trata de partículas desprendidas por efecto de ese movimiento, restos de la propia combustión, como fragmentos minúsculos de un cometa que llegan a la Tierra de vez en cuando. Son los signos de un paseo en proceso que conlleva una búsqueda y nos conduce una y otra vez a la duda, a ese estar expuesto a la posibilidad inminente, de los solares en obras, entre lo sido y lo que será. De ahí que la ciudad esté llena de buscadores, de obras, renovaciones, supervivientes, niños perdidos cercándose los unos a los otros en un encuentro siempre postergado, ya anunciado en esos recordatorios.

2/9/07

Lenaustrasse, 5 (Neukölln)


A veces, Berlín parece ser la escuela de todos los estilos o, por lo menos, aparenta tener el ejemplo de todos ellos. Todo lo que uno haya estudiado o leído tiene aquí su representación y a sus representantes. En una galería de arte pequeña, decorada de forma desnuda, colores de restos de otras vidas en los muros, hay una mesita de madera, antigua, como de salón de casa de una abuela, un par de sillas, un plato giradiscos y aparatos de metal, grabadoras, viejas cintas de cassette, vasos de plástico conectados con cables finos de metal, etc. Cada objeto parece sacado de la basura, pertenece al inventario de un mundo ya en desuso, caducado por la voracidad de la tecnología, provocando, por eso, fascinación y una cierta condescendencia. Nos sentimos historiadores de lo contemporáneo. Pero, seguramente, esas mismas reliquias no se nos habrían presentado con ese orgullo y esa arrogancia con los que se nos da lo último, lo más nuevo, lo modernísimo y se nos promete casi la eternidad, si hubieran sabido que poco después de ser creados iban a ser apartados tan rápida y bruscamente de la vida cotidiana, expulsados al olvido y convertidos en mero apunte de curiosidad en la historia del consumismo, pues, en realidad, fueron fabricados con la intención expresa de ser un bien perecedero y pasajero.

Por este motivo, cuando se nos dice que con esos objetos se hará música basada en las exploraciones de los ruidos surgidos, se produce una cierta desazón y un tanto de incredulidad, pues ni los instrumentos son los acostumbrados, la música, o mejor, el sonido, tampoco tenderá a perdurar, ni nosotros estamos habituados a tales experimentos.

En realidad, normalmente, se trata de un recurso viejo: la intención que se pone por parte del artista y del público en denominar algo como “arte” para imprimir el acento en otro lado, en la escucha. Todo esto es muy del estilo de John Cage. El azar, la improvisación, la importancia del medio y de las circunstancias y, sobre todo, la respuesta del público y su importancia esencial para definir como artístico tal fenómeno.

Ruidos de grabaciones provenientes de otros lugares y de otros tiempos, jugueteo con las grabadoras deformando los sonidos, estiramientos, raspones, silencios, imposturas de los intérpretes frente a los objetos y al público y, de repente, toda esa sinfonía de crujidos y de gestos altisonantes comienza a apagarse, y otro nuevo ruido surge lentamente, cada vez más alto y distinguible: el silencio. Todo se apaga y parece como si hubiera terminado ya la interpretación. Pero nadie dice nada y los músicos frente al público no se levantan. Hay tensión, como si ambas partes estuvieran esperando el siguiente movimiento de los otros, como si tuviera que haber algo más. Pero lo único que hay es el silencio y la intención de escuchar, ¿escuchar el qué?

Probablemente a uno mismo, escuchar su estar escuchando, la propia y común escucha como parte esencial y necesaria del concierto y de su comprensión, pues sin esa intención no serían posibles. Solo ella los distingue de cualquier otra cosa en un primer momento y es el primer paso de una larga caminata hacia una acción distinta a la de dar golpecitos con la cuchilla en el lavabo mientras nos afeitamos. Es ahí, en esa intención, donde público e intérprete se encuentran y donde se desvanece su separación. Es esto, precisamente, lo que uno oye en ese silencio que se abre ignoto en mitad de una representación así. Los límites se diluyen en una cierta heterogeneidad en la que la referencia ya no es uno mismo y el otro, sino lo otro, aquello que se ha abierto ante nosotros como espacio intermedio de reunión, un lugar de nadie y de todos donde sumergirnos de nuevo, como quien que ve a un viejo amigo después de tantos años, lejos de las regulaciones y las apariencias.

Por ello, ese desasosiego generado en algunas personas, ese levantarse por aburrimiento o esa inmediata incomprensión que gesticulan algunos en el acto, como para dar a entender su desaprobación y su rechazo, pues no siempre es agradable y atractivo el reencuentro con uno mismo y, menos aún, si la calle está a oscuras y no reconocemos las voces del fondo.



*Las fotos son de Lucia Baruelli.

12/7/07

Por la parte derecha del Treptowerpark

Por los caminos del parque de Treptow, por entre los árboles centenarios y alejándonos del río, nos adentramos en la espesura calculada por los paisajistas del siglo XIX. Éstos nos llevan a la intimidad de un yo pleno, seguro de sí mismo, que domina la perspectiva creada para dar placer al ojo, delimitado, regalándole la sensación continua de estar en un terreno harmoniosamente salvaje, como una idílica campiña inglesa; y por ellos nos llegamos a la avenida de Pushkin (Puschkinallee), donde se alza un arco de granito gris decorado con bajorrelieves e inscripciones.

No se trata de ningún triunfo, ni de un monumento laudatorio al estilo de los que encontramos en los parques románticos, sino de la entrada a un cementerio conmemorativo: el monumento soviético a los soldados rusos muertos en la batalla de Berlín. Por las características, tanto estéticas como arquitectónicas, el lugar cumple a la perfección con el sentido implícito en las palabras alemanas que se refieren a este tipo de monumentos: Denkmal y Gedenkstätte. La primera proviene directamente de la forma verbal con la que se exhorta a reflexionar sobre algo, ¡piensa! La segunda es una mezcla entre conmemoración, recuerdo, pensamiento y lugar, estado, sitio. Algo así como las antiguas estelas funerarias griegas que, en mitad de un camino, invitaban a detenerse y a reflexionar sobre la muerte, la finitud y la fugacidad de la vida. Sin embargo, en alemán es preciso añadir otro matiz. Como algunos filósofos y poetas han aclarado, la raíz del verbo pensar, “denk-“, está hermanada con otra, la del verbo agradecer, “danken”. Es decir, pensar y reflexionar es un acto de agradecimiento y viceversa, en tanto que pensar es también una forma de reconocimiento del otro.

En efecto, todo ello está dirigido de forma sentimental a convencernos sobre el heroísmo de un pueblo que se sacrificó por otro, la epopeya del campesino ruso blandiendo la espada de su libertad contra el nazismo y el sometimiento de sus hermanos alemanes. De cualquier modo, se tome como se tome, en este lugar yacen cerca de veinte mil soldados de la Armada Roja que murieron en la batalla. Así, pensar sobre esa liberación es hacerlo también sobre la deuda adquirida por Alemania y sobre el tutelaje de la Unión Soviética durante tantos años. El tono tiende a ser trágico y perdurable, de ahí los relieves duros, abruptos y definitivos sobre el granito y el bronce. Sin embargo, el realismo escultórico propio de los regímenes totalitarios se mezcla con ciertos elementos alegóricos que contribuyen a ese aire atemporal.

Al cruzar el arco de entrada al monumento, después de recorrer la alameda principal y llegar a una estatua de unos tres metros de altura, no vemos solo una figura de bronce, arrodillada, derrotada y doblada por el dolor y el llanto que tiende a encogerse igual que los pliegues de sus ropas, sino piedad y exhortación al padecimiento, vemos a la madre patria: ese ser ambiguo y hermafrodita que aúna los estereotipos de una y los clichés del otro, según el delirio de poder de la ideología de turno. Esta mujer es mayor y lleva el pelo cubierto con un pañuelo, está derrotada y es madre, su gesto es melodramático. El melodrama es un amaneramiento efectista de las formas sustentado en lo tópico, es decir, se trata de una apelación superficial a los sentimientos. Y esto es lo que interesa en este tipo de monumentos propagandísticos.

El resto contrasta por su fiereza y sus dimensiones exageradas. Frente a esta madre alegórica se abre una avenida arbolada que lleva hasta una puerta flanqueada por dos banderas rojas estilizadas, hechas en piedra granate, a cuyos lados se postran dos soldados armados y en actitud reflexiva. Desde ahí, en alto con respecto al resto del conjunto que se nos abre, dominamos la perspectiva: un área rectangular con sarcófagos laterales que se alinean hasta un montículo que vemos de frente. Los sarcófagos están historiados con bajorrelieves y narran la caída del pueblo bajo el nazismo y su posterior liberación, comentado con frases de Stalin, grabadas en ruso y alemán. Aquí apreciamos que la perspectiva es solo un juego simbólico, pues las figuras se apilan y se superponen sin intención de ser realistas o verídicas. Es una especie de gran cómic, en el que el argumento debe acoplarse al marco. En efecto, así parece suceder siempre desde el punto de vista de los escribidores: el mundo debe regirse por las reglas que ellos han preestablecido: lo que quepa, bien, lo que no, se reescribe. Si la reescritura no funciona, entonces se borra todo. Y, nosotros, en medio de este oleaje, con la distancia que nos da la perspectiva histórica, sentimos una especie de desarraigo y melancolía, sobrecogimiento que nada tiene que ver con el anhelo de perfección o de tiempos pasados, sino con la inseguridad propia del presente. Uno no se siente sólido, ni pleno y el yo ya no es esa figura impertérrita de antaño. A la pregunta cotidiana de adónde voy, estas piedras responden con el hueco abierto entre lo que fue, lo que se dice que ha sido y lo que nosotros pensamos que pudo haber sido. La respuesta es otra pregunta. Lo común a ellas es la semejanza de los seres que las formulan. Ahí está, tal vez, la posible enseñanza.

En el montículo, inspirado en un tipo de enterramiento eslavo medieval (“Kurgan”), unas escaleras suben hasta una cámara funeraria forrada de mosaicos con figuras de militares destacados en la batalla de Berlín. Sobre ésta, se yergue una estatua colosal de bronce. Se trata de un soldado que porta en una mano a un niño indefenso y, en la otra, una espada con la que acaba de romper una esvástica bajo sus botas. Al final, la patria renace, pero no camina, la protegen en brazos. En total, mide unos quince metros de altura.

En el mejor de los casos, uno se encontrará casi por casualidad con este monumento en medio del bosque. El sol de un día de finales de septiembre deja su sombra roja sobre los árboles amarillentos, el viento silba a ráfagas, las nubes pesadas por el agua juegan a aclarar el espacio, ensanchándolo, y uno solo, frente a tanta inmensidad, empieza a sentir frío. Entonces, a lo lejos, alguien sale de la espesura, recorre el cementerio y deja rosas rojas a los pies de una estatua. La historia no ha terminado.

5/5/07

Feierabend

Se trata del festejo de la jornada, la tarde que le queda a uno después del día de trabajo. Cuando se desea una «schönen Feierabend» se está felicitando por el final de la labor diaria y es el reconocimiento de la vuelta al tiempo libre, al de uno mismo, desligarse, por fin, de las obligaciones cotidianas para recuperar la propia vida, aquella íntima y no reglada más que por el ritmo interno de cada uno que se trasluce en los momentos de mayor tranquilidad, a solas con uno mismo.


La celebración de la jornada es en este sentido un olvido de lo ajeno, entendido como desapego de lo que se nos impone, del consenso tácito que sustenta la costumbre del día a día, pues el mero contacto con otra persona supone ya un cambio de ritmo, la adopción y adaptación de formas diferentes a las nuestras. Si este contacto lo engastamos en la mecanización del trabajo, nos encontramos entonces alienados, anulados. Recuperar el tiempo interno es, por eso, como en el caso de escribir, el resultado de un ir hacia la soledad, dejándose llevar por lo instintivo, y de una espera del surgimiento de ese tiempo. Insistencia, asistencia, resistencia, movimiento que trata de generar las condiciones adecuadas para la escucha de ese ritmo siempre inédito, por irrepetible, donde nos reencontramos plenamente, a gusto. Este es el motivo del festejo y de la complicidad con la persona que nos felicita.


Aunque la expresión alemana está, en general, automatizada, pues se trata de una costumbre y se utiliza con todo el mundo como una forma más de cortesía, adquiere, sin embargo, mayor resonancia y sentido cuando la empleamos con una persona de trato más cercano (no hace falta que sea amigo), pues una sonrisilla suele acompañarla. Este gesto mínimo nos acerca aún más los unos a los otros al declarar veladamente la comprensión y el conocimiento de lo que viene a partir de ese momento. Se comparte la sabiduría de lo secreto e íntimo, la vuelta a la casa original, cuando salimos del trabajo, se sueltan las amarras y el mundo normativo comienza a alejarse por entre los dedos de la mano abierta, alzada, diciendo adiós, los ojos ya puestos en la puerta. Así, que este tiempo interno, del mismo modo que supone la expresión radical de cada uno, de su propio yo desatado, es también un momento de comunión con los otros, de hallazgo, pues es una sensación común a todos, compartida y hecha explícita en esa sonrisilla y en las palabras «schönen Feierabend». Este juego del escondite entre lo que se sabe y lo que se insinúa, tomar parte en él, es la prueba absoluta e indiscutible de nuestra igualdad como seres.


De modo análogo, el escribir que desarrolla y lleva en sí este paso de un mundo a otro expresa, bien en su forma, bien en su contenido (en su unidad indisoluble, realmente) la pasta esencial que nos conforma a todos. Por ello, el poema no se convierte en algo privado, ni privativo, no es un acto solipsista, sino un lugar de reflexión y hallazgo de lo otro, de aquello que nos rodea y parece ajeno, pero que está dentro de nosotros porque somos parte inseparable de la realidad.


Pero no sólo es encuentro, retorno y conocimiento. El abandono de la presión intencional (normas, reglas, dictados, adaptaciones, etc.) a la que estamos sometidos continuamente y el encuentro de esa nueva realidad suponen un alivio que compensa tal presión, como fluidos que se equilibran al comunicarse sus vasos. A la larga puede darnos también una postura diferente para soportar mejor la carga cotidiana y recuperar el sentido perdido.


La expresión muy española «cargar las pilas» da cuenta de dicha compensación. La potencia transformadora la hemos ya experimentado al quedar atrapados durante días por un libro, vivir la ensoñación de una película o al volver de buen humor después de una largas vacaciones.


19/4/07

Por la parte izquierda del Treptowerpark

En las inmediaciones de Ostkreuz se pueden encontrar ramificaciones de algunos lagos que rodean la ciudad. Berlín cuenta con dos ríos, el Spree y el Havel, que la atraviesan por el norte y el centro, formando una red de canales entre sí y con los lagos, gracias a la cual uno podría casi navegar hasta el Mar del Norte y el Báltico. Por eso, en cuanto llega el buen tiempo, se respira un aire marítimo, con veleros, yates pequeños y barcas, y sale fuera el marinero que los berlineses llevan escondido durante el invierno. En algunos lagos se organizan regatas e, incluso, hay playas, al estilo del lido italiano, donde tumbarse al sol, tomar algo de beber o alquilarse una peculiar Strandkorb, es decir, una cesta de playa. Ésta, en realidad, es una especie de almeja de mimbre que, abierta, sirve de tumbona para dos, con la concha superior a modo de parasol, lo bastante cerrada e íntima como para juguetear un poco dentro. La idea y el diseño vienen de las playas del Báltico y son muy típicas de sus localidades balnearias, antiguos centros de recreo y cura de la aristocracia prusiana.

Si se va hacia el sureste, aquellos más curiosos encontrarán el barrio de Treptow nada más cruzar el río. Éste se ensancha y, dejando atrás los puentes de coches y trenes, las antiguas fábricas textiles y el Osthaven (uno de los puertos de la ciudad), las riberas aparecen de nuevo verdes, con árboles centenarios, praderas mullidas y un paseo que recorre toda la orilla, donde de vez en cuando, hay embarcaderos para tomar alguno de los mini cruceros que llevan de excursión por los alrededores. Se trata del Treptowerpark (cuya superficie total es de casi 89 hectáreas) y es uno de los parques más visitados, pues en uno de sus límites se organiza cada domingo un rastro, mezclando a los vendedores de objetos de segunda mano y a los regentes de anticuarios con puestos de salchichas, comida turca, algún diseñador joven de ropa, chatarreros y fanáticos, en general, de la ganga y lo retro. Ir a estos mercadillos es una costumbre más, aunque no se compre nada, lo mismo que, después, el paseo por el parque. A lo largo de los varios kilómetros de caminos, se encuentran muchas terrazas donde tomar una buena cerveza al aire libre, acompañada de algo para picar, que normalmente serán salchichas de Turingia, patatas fritas o la estrella de Berlín: la currywurst. Muestra excelente de la simbiosis cultural de la ciudad, como dice su nombre, es una salchicha con ketchup y aderezada con curry, un salpicón de sabores exóticos servido con el acento más cerrado berlinés. Sólo esta trabazón de diferentes culturas culinarias, mucho más que su escaso acierto para el paladar, podría explicar que los berlineses se sientan orgullos de este plato. Aunque con cierta ironía. En estos Biergarten, llamados “vergeles de la cerveza” por Jules Laforgue, hay bancos corridos y mesas alargadas, de tal manera que, al sentarse, uno bebe y come, codo con codo, junto a desconocidos, sin que ello signifique que el vecino vaya a molestarnos o a meterse en la conversación, sino, más bien, todo lo contrario. Las jarras (normalmente de medio litro) van de un lado a otro y, al atardecer, con el sol rojizo espejeando en el agua, la tranquilidad espesa del parque y la afabilidad del ambiente, la escena se convierte en una celebración mitológica sacada de un cuadro barroco. El Zenner, por ejemplo, es uno de los más grandes y antiguos vergeles de este tipo.

También, en esta zona del parque, se encuentra la Insel der Jugend, o isla de los jóvenes, comunicada a través del primer puente de acero construido en Alemania (hacia principios del siglo XX). En verano, principalmente, hay todo tipo de conciertos y festivales, a los que se entra gratis, normalmente, así como un cine al aire libre y uno de los típicos bares de playa de la ciudad, con tumbonas, hamacas, juguetes para niños y ambiente muy relajado.


2/4/07

La prevalencia de la estética

La prevalencia del tema sobre cualquier otro aspecto de la obra de arte. Repetía una y otra vez esta frase en su cabeza, mientras con la mano escribía que repetía una y otra la frase, casi inconscientemente, un poco antes. Pero no le encontraba ningún sentido. Sonaban vacías, las palabras, como una pieza de chatarra que, sin embargo, ha sido montada de nuevo, pulida con la apariencia y la intención ignota de ser algo con sentido, pero que, en realidad, es todo lo contrario: el absurdo de los peces voladores. Por eso el vacío, pero vacío con sonido. Quizás, fuera éste el problema, que a pesar de todo sonaban las palabras y, por ello, no podía quitárselas de la cabeza. Las frases así surgidas tenían un ritmo cuya cadencia se alzaba pesadamente, como una ola va creciendo en la lejanía, se acerca y empuja todo su peso para desplomarse sobre sí misma, y su sonoridad salpicaba de ecos la rompiente de la sílaba, que se percibía incompleta, detenida, como fotografiada en el momento justo de empezar a decrecer y extenderse por la playa, inundando cada poro de la arena.
Esa especie de tropiezo del sentido en el arrastre del ritmo era lo que lo tenía secuestrado de sí mismo, girando sin rumbo por lo que había escrito, por lo que estaba a punto de escribir y nunca llegaría a hacerlo, porque ese punto estaba siempre desplazado, en escapada continua por la inminencia que denota.
En esa tierra de nadie se encontraba cuando agarró el bolígrafo y comenzó a garabatear sobre la hoja como si nadie, en realidad, no fuera alguien, esa persona ausente y vigilante de las tierras fronterizas que no pertenecen ni a los unos ni a los otros, pero que a ambos están ligadas por su no estar. La única manera de escapar de ahí y volver hacia sí mismo eran esos garabatos que se iban agolpando en letras y sonidos que rasgaban la neutralidad de la hoja en blanco, abriendo paso por aquel estar a punto. Intentar llegar, tirado por esa vaciedad sonora. Pero no llegaba. Cada vez se encontraba más lejos de ver un sentido a todo aquello y todo le bailaba. Terminó escribiendo. La prevalencia de la estética sobre cualquier aspecto temático de la obra de arte.