5/5/07

Feierabend

Se trata del festejo de la jornada, la tarde que le queda a uno después del día de trabajo. Cuando se desea una «schönen Feierabend» se está felicitando por el final de la labor diaria y es el reconocimiento de la vuelta al tiempo libre, al de uno mismo, desligarse, por fin, de las obligaciones cotidianas para recuperar la propia vida, aquella íntima y no reglada más que por el ritmo interno de cada uno que se trasluce en los momentos de mayor tranquilidad, a solas con uno mismo.


La celebración de la jornada es en este sentido un olvido de lo ajeno, entendido como desapego de lo que se nos impone, del consenso tácito que sustenta la costumbre del día a día, pues el mero contacto con otra persona supone ya un cambio de ritmo, la adopción y adaptación de formas diferentes a las nuestras. Si este contacto lo engastamos en la mecanización del trabajo, nos encontramos entonces alienados, anulados. Recuperar el tiempo interno es, por eso, como en el caso de escribir, el resultado de un ir hacia la soledad, dejándose llevar por lo instintivo, y de una espera del surgimiento de ese tiempo. Insistencia, asistencia, resistencia, movimiento que trata de generar las condiciones adecuadas para la escucha de ese ritmo siempre inédito, por irrepetible, donde nos reencontramos plenamente, a gusto. Este es el motivo del festejo y de la complicidad con la persona que nos felicita.


Aunque la expresión alemana está, en general, automatizada, pues se trata de una costumbre y se utiliza con todo el mundo como una forma más de cortesía, adquiere, sin embargo, mayor resonancia y sentido cuando la empleamos con una persona de trato más cercano (no hace falta que sea amigo), pues una sonrisilla suele acompañarla. Este gesto mínimo nos acerca aún más los unos a los otros al declarar veladamente la comprensión y el conocimiento de lo que viene a partir de ese momento. Se comparte la sabiduría de lo secreto e íntimo, la vuelta a la casa original, cuando salimos del trabajo, se sueltan las amarras y el mundo normativo comienza a alejarse por entre los dedos de la mano abierta, alzada, diciendo adiós, los ojos ya puestos en la puerta. Así, que este tiempo interno, del mismo modo que supone la expresión radical de cada uno, de su propio yo desatado, es también un momento de comunión con los otros, de hallazgo, pues es una sensación común a todos, compartida y hecha explícita en esa sonrisilla y en las palabras «schönen Feierabend». Este juego del escondite entre lo que se sabe y lo que se insinúa, tomar parte en él, es la prueba absoluta e indiscutible de nuestra igualdad como seres.


De modo análogo, el escribir que desarrolla y lleva en sí este paso de un mundo a otro expresa, bien en su forma, bien en su contenido (en su unidad indisoluble, realmente) la pasta esencial que nos conforma a todos. Por ello, el poema no se convierte en algo privado, ni privativo, no es un acto solipsista, sino un lugar de reflexión y hallazgo de lo otro, de aquello que nos rodea y parece ajeno, pero que está dentro de nosotros porque somos parte inseparable de la realidad.


Pero no sólo es encuentro, retorno y conocimiento. El abandono de la presión intencional (normas, reglas, dictados, adaptaciones, etc.) a la que estamos sometidos continuamente y el encuentro de esa nueva realidad suponen un alivio que compensa tal presión, como fluidos que se equilibran al comunicarse sus vasos. A la larga puede darnos también una postura diferente para soportar mejor la carga cotidiana y recuperar el sentido perdido.


La expresión muy española «cargar las pilas» da cuenta de dicha compensación. La potencia transformadora la hemos ya experimentado al quedar atrapados durante días por un libro, vivir la ensoñación de una película o al volver de buen humor después de una largas vacaciones.