2/9/07

Lenaustrasse, 5 (Neukölln)


A veces, Berlín parece ser la escuela de todos los estilos o, por lo menos, aparenta tener el ejemplo de todos ellos. Todo lo que uno haya estudiado o leído tiene aquí su representación y a sus representantes. En una galería de arte pequeña, decorada de forma desnuda, colores de restos de otras vidas en los muros, hay una mesita de madera, antigua, como de salón de casa de una abuela, un par de sillas, un plato giradiscos y aparatos de metal, grabadoras, viejas cintas de cassette, vasos de plástico conectados con cables finos de metal, etc. Cada objeto parece sacado de la basura, pertenece al inventario de un mundo ya en desuso, caducado por la voracidad de la tecnología, provocando, por eso, fascinación y una cierta condescendencia. Nos sentimos historiadores de lo contemporáneo. Pero, seguramente, esas mismas reliquias no se nos habrían presentado con ese orgullo y esa arrogancia con los que se nos da lo último, lo más nuevo, lo modernísimo y se nos promete casi la eternidad, si hubieran sabido que poco después de ser creados iban a ser apartados tan rápida y bruscamente de la vida cotidiana, expulsados al olvido y convertidos en mero apunte de curiosidad en la historia del consumismo, pues, en realidad, fueron fabricados con la intención expresa de ser un bien perecedero y pasajero.

Por este motivo, cuando se nos dice que con esos objetos se hará música basada en las exploraciones de los ruidos surgidos, se produce una cierta desazón y un tanto de incredulidad, pues ni los instrumentos son los acostumbrados, la música, o mejor, el sonido, tampoco tenderá a perdurar, ni nosotros estamos habituados a tales experimentos.

En realidad, normalmente, se trata de un recurso viejo: la intención que se pone por parte del artista y del público en denominar algo como “arte” para imprimir el acento en otro lado, en la escucha. Todo esto es muy del estilo de John Cage. El azar, la improvisación, la importancia del medio y de las circunstancias y, sobre todo, la respuesta del público y su importancia esencial para definir como artístico tal fenómeno.

Ruidos de grabaciones provenientes de otros lugares y de otros tiempos, jugueteo con las grabadoras deformando los sonidos, estiramientos, raspones, silencios, imposturas de los intérpretes frente a los objetos y al público y, de repente, toda esa sinfonía de crujidos y de gestos altisonantes comienza a apagarse, y otro nuevo ruido surge lentamente, cada vez más alto y distinguible: el silencio. Todo se apaga y parece como si hubiera terminado ya la interpretación. Pero nadie dice nada y los músicos frente al público no se levantan. Hay tensión, como si ambas partes estuvieran esperando el siguiente movimiento de los otros, como si tuviera que haber algo más. Pero lo único que hay es el silencio y la intención de escuchar, ¿escuchar el qué?

Probablemente a uno mismo, escuchar su estar escuchando, la propia y común escucha como parte esencial y necesaria del concierto y de su comprensión, pues sin esa intención no serían posibles. Solo ella los distingue de cualquier otra cosa en un primer momento y es el primer paso de una larga caminata hacia una acción distinta a la de dar golpecitos con la cuchilla en el lavabo mientras nos afeitamos. Es ahí, en esa intención, donde público e intérprete se encuentran y donde se desvanece su separación. Es esto, precisamente, lo que uno oye en ese silencio que se abre ignoto en mitad de una representación así. Los límites se diluyen en una cierta heterogeneidad en la que la referencia ya no es uno mismo y el otro, sino lo otro, aquello que se ha abierto ante nosotros como espacio intermedio de reunión, un lugar de nadie y de todos donde sumergirnos de nuevo, como quien que ve a un viejo amigo después de tantos años, lejos de las regulaciones y las apariencias.

Por ello, ese desasosiego generado en algunas personas, ese levantarse por aburrimiento o esa inmediata incomprensión que gesticulan algunos en el acto, como para dar a entender su desaprobación y su rechazo, pues no siempre es agradable y atractivo el reencuentro con uno mismo y, menos aún, si la calle está a oscuras y no reconocemos las voces del fondo.



*Las fotos son de Lucia Baruelli.