12/7/07

Por la parte derecha del Treptowerpark

Por los caminos del parque de Treptow, por entre los árboles centenarios y alejándonos del río, nos adentramos en la espesura calculada por los paisajistas del siglo XIX. Éstos nos llevan a la intimidad de un yo pleno, seguro de sí mismo, que domina la perspectiva creada para dar placer al ojo, delimitado, regalándole la sensación continua de estar en un terreno harmoniosamente salvaje, como una idílica campiña inglesa; y por ellos nos llegamos a la avenida de Pushkin (Puschkinallee), donde se alza un arco de granito gris decorado con bajorrelieves e inscripciones.

No se trata de ningún triunfo, ni de un monumento laudatorio al estilo de los que encontramos en los parques románticos, sino de la entrada a un cementerio conmemorativo: el monumento soviético a los soldados rusos muertos en la batalla de Berlín. Por las características, tanto estéticas como arquitectónicas, el lugar cumple a la perfección con el sentido implícito en las palabras alemanas que se refieren a este tipo de monumentos: Denkmal y Gedenkstätte. La primera proviene directamente de la forma verbal con la que se exhorta a reflexionar sobre algo, ¡piensa! La segunda es una mezcla entre conmemoración, recuerdo, pensamiento y lugar, estado, sitio. Algo así como las antiguas estelas funerarias griegas que, en mitad de un camino, invitaban a detenerse y a reflexionar sobre la muerte, la finitud y la fugacidad de la vida. Sin embargo, en alemán es preciso añadir otro matiz. Como algunos filósofos y poetas han aclarado, la raíz del verbo pensar, “denk-“, está hermanada con otra, la del verbo agradecer, “danken”. Es decir, pensar y reflexionar es un acto de agradecimiento y viceversa, en tanto que pensar es también una forma de reconocimiento del otro.

En efecto, todo ello está dirigido de forma sentimental a convencernos sobre el heroísmo de un pueblo que se sacrificó por otro, la epopeya del campesino ruso blandiendo la espada de su libertad contra el nazismo y el sometimiento de sus hermanos alemanes. De cualquier modo, se tome como se tome, en este lugar yacen cerca de veinte mil soldados de la Armada Roja que murieron en la batalla. Así, pensar sobre esa liberación es hacerlo también sobre la deuda adquirida por Alemania y sobre el tutelaje de la Unión Soviética durante tantos años. El tono tiende a ser trágico y perdurable, de ahí los relieves duros, abruptos y definitivos sobre el granito y el bronce. Sin embargo, el realismo escultórico propio de los regímenes totalitarios se mezcla con ciertos elementos alegóricos que contribuyen a ese aire atemporal.

Al cruzar el arco de entrada al monumento, después de recorrer la alameda principal y llegar a una estatua de unos tres metros de altura, no vemos solo una figura de bronce, arrodillada, derrotada y doblada por el dolor y el llanto que tiende a encogerse igual que los pliegues de sus ropas, sino piedad y exhortación al padecimiento, vemos a la madre patria: ese ser ambiguo y hermafrodita que aúna los estereotipos de una y los clichés del otro, según el delirio de poder de la ideología de turno. Esta mujer es mayor y lleva el pelo cubierto con un pañuelo, está derrotada y es madre, su gesto es melodramático. El melodrama es un amaneramiento efectista de las formas sustentado en lo tópico, es decir, se trata de una apelación superficial a los sentimientos. Y esto es lo que interesa en este tipo de monumentos propagandísticos.

El resto contrasta por su fiereza y sus dimensiones exageradas. Frente a esta madre alegórica se abre una avenida arbolada que lleva hasta una puerta flanqueada por dos banderas rojas estilizadas, hechas en piedra granate, a cuyos lados se postran dos soldados armados y en actitud reflexiva. Desde ahí, en alto con respecto al resto del conjunto que se nos abre, dominamos la perspectiva: un área rectangular con sarcófagos laterales que se alinean hasta un montículo que vemos de frente. Los sarcófagos están historiados con bajorrelieves y narran la caída del pueblo bajo el nazismo y su posterior liberación, comentado con frases de Stalin, grabadas en ruso y alemán. Aquí apreciamos que la perspectiva es solo un juego simbólico, pues las figuras se apilan y se superponen sin intención de ser realistas o verídicas. Es una especie de gran cómic, en el que el argumento debe acoplarse al marco. En efecto, así parece suceder siempre desde el punto de vista de los escribidores: el mundo debe regirse por las reglas que ellos han preestablecido: lo que quepa, bien, lo que no, se reescribe. Si la reescritura no funciona, entonces se borra todo. Y, nosotros, en medio de este oleaje, con la distancia que nos da la perspectiva histórica, sentimos una especie de desarraigo y melancolía, sobrecogimiento que nada tiene que ver con el anhelo de perfección o de tiempos pasados, sino con la inseguridad propia del presente. Uno no se siente sólido, ni pleno y el yo ya no es esa figura impertérrita de antaño. A la pregunta cotidiana de adónde voy, estas piedras responden con el hueco abierto entre lo que fue, lo que se dice que ha sido y lo que nosotros pensamos que pudo haber sido. La respuesta es otra pregunta. Lo común a ellas es la semejanza de los seres que las formulan. Ahí está, tal vez, la posible enseñanza.

En el montículo, inspirado en un tipo de enterramiento eslavo medieval (“Kurgan”), unas escaleras suben hasta una cámara funeraria forrada de mosaicos con figuras de militares destacados en la batalla de Berlín. Sobre ésta, se yergue una estatua colosal de bronce. Se trata de un soldado que porta en una mano a un niño indefenso y, en la otra, una espada con la que acaba de romper una esvástica bajo sus botas. Al final, la patria renace, pero no camina, la protegen en brazos. En total, mide unos quince metros de altura.

En el mejor de los casos, uno se encontrará casi por casualidad con este monumento en medio del bosque. El sol de un día de finales de septiembre deja su sombra roja sobre los árboles amarillentos, el viento silba a ráfagas, las nubes pesadas por el agua juegan a aclarar el espacio, ensanchándolo, y uno solo, frente a tanta inmensidad, empieza a sentir frío. Entonces, a lo lejos, alguien sale de la espesura, recorre el cementerio y deja rosas rojas a los pies de una estatua. La historia no ha terminado.